Redacciones no entierran todos los días
"Aquí seguimos. Sigue la amistad. Mientras haya curiosidad y asombro y voluntad de dejar registro de este mundo que se quiebra".
Sigo sin hacerme a la idea de que Eduardo Santos se fue. Todo ha pasado a trancazos en los últimos dos meses y el vértigo de moverse entre el acecho de la coyuntura, y la conseguida de plata para que este barco no naufrague, le han torcido el pescuezo a mis mecanismos de orientación.
Supongo que es normal. La gente se va, cambia de trabajo, se va a vivir a otra parte, se casa, se aleja, se olvida, se muere.
Pero intuyo que este desubique no responde simplemente a un desapego más.
Desde que aterricé en el periodismo como practicante supe que quería trabajar en una sala de redacción. El espacio que –a través de la rutina y la recocha, de las discusiones y los desencuentros– es el taller de este oficio. Así como los carpinteros, mecánicos, y panaderos cuentan con sus respectivos talleres, los periodistas también tenemos el nuestro.
Un taller cuya principal herramienta de trabajo, me parece a mí, es la multiplicidad de miradas que componen ese espacio. Un taller donde se piensa de manera conjunta, donde se trabaja de manera colectiva –como en una línea de ensamblaje digna del señor Ford– y donde se construyen preguntas con pedazos de asombros y de dudas.
En tiempos donde se prima la exigencia individual y el trabajo solitario –como si tal cosa fuera posible, etc– las redacciones parecen pequeñas burbujas donde su engranaje y su fuerza está justamente en el poder de asociación.
Y sin embargo, estos son los tiempos que corren. Durante estos diez años de oficio he sentido una tendencia a la desaparición de la redacción. Un descascararse de estos talleres que se van quedando sin herramientas de trabajo porque se van quedando sin gente.
Y no hay que ser una lumbrera, me parece a mí, para entender que este es un efecto de la mil veces mentada crisis del periodismo, que tiene que ver con una crisis de financiación.
El mercado laboral nos quitó a Paola y a Eduardo en menos de dos meses haciéndoles a cada uno ofertas que no podían rechazar...
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Hace unos días anunciaron el nacimiento de un cóndor andino en cautiverio. Un hecho que merecía celebración si se tiene en cuenta que se trata de una especie en vía de extinción, símbolo del escudo y de los cielos, con apenas 150 individuos en el país; pero digno también de festejo –el nacimiento– por lo arduo del proceso: los cónderes tardan en incubar dos meses a sus crías y quebrar un huevo implica perder años de trabajo reproductivo.
El cuidado del cóndor en Colombia ha sido un trabajo institucional desde hace décadas.
En 1989 el Inderena inició un proceso de repoblamiento del cóndor andino en convenio con la Sociedad Zoológica de San Diego, California. Desde entonces, y durante 15 años, se reintrodujeron al país 65 individuos, que en su inicio provenían de ese zoológico californiano, que a su vez habían llegado allá desde el Perú.
Cóndores andinos criados en Estados Unidos pero llevados desde Perú para ser reintroducidos a Colombia.
La conservación es eminentemente un proceso artificial.
¿Qué decidimos conservar y por qué?
Me parece que dentro de la idea del cuidado del mundo ambiental habría que incluir la del cuidado del mundo cultural –mundos que no están separados, sabemos–, en donde podamos decidir conservar ciertas instituciones de la vida social. Una sala de redacción, por ejemplo.
Y pensar en qué hay que hacer para cuidarlas. En qué hay que hacer para proteger su vulnerabilidad. Y su cada vez más grande desamparo.
O quizás no.
Quizás tengamos que introducir un pensamiento evolutivo, en donde estos espacios no se pudieron adaptar a las condiciones ambientales. Quizás el mundo se descascara y ya el futuro no tenga las condiciones necesarias para que las salas de redacción florezcan y se reproduzcan.
Sea lo que sea –como dice el mismo Eduardo mamándole gallo a esta idea de que su propia renuncia es una enorme tragedia– no nos hemos muerto.
Aquí seguimos.
Sigue la amistad.
Mientras haya curiosidad y asombro y voluntad de dejar registro de este mundo que se quiebra para que nazcan nuevos cóndores.
Santiago A. de Narváez, editor de 070
En el tercer piso del Museo Nacional, rodeada por obras como La muerte del general Santander de Luis García, Regreso del mercado de Andrés de Santa María, Lección de guitarra de Fernando Botero y Arcángel de la Escuela Francisco de Zurbarán, desde el 2021, se encuentra la décima sala del Proyecto de Renovación Integral Ser y Hacer.
Esta sala cuenta con cuatro espacios diferentes, delimitados por el color en sus paredes, que asombra al visitante con su narrativa silenciosa de una Colombia cotidiana. Con aproximadamente 176 obras, entre las que se destacan piezas de óleo sobre lienzo, esculturas, collage y hasta figuras votivas muiscas, la sala demuestra el poder y la variedad de la colección del museo. Desde ocho cuadros de Botero, el famoso Colombia de Antonio Caro, Los suicidas del Sisga de Beatriz Gonzáles y más. La sala utiliza la propuesta de generar conexiones como la excusa perfecta para congregar en un mismo espacio su maravillosa colección de arte, historia, arqueología y etnografía.
Esta sala, a la fecha de hoy sigue en prueba piloto.
Pero, ¿cómo así que una sala piloto?
Para Viviana Mejía, curadora y directora artística de la galería Casa Zirio, una prueba piloto no solo funciona como una forma de ver cómo reacciona el público, sino también ver si es apta, ya sea por razones económicas, de mantenimiento o demás, para el museo. Esto quiere decir que está constantemente en revisión y transformación.
Según la directora del Museo, Juliana Restrepo, “esta sala es una invitación a contemplar las colecciones de arte del Museo en diálogo con otras piezas maravillosas de historia, arqueología y etnografía” y la página del museo dice que la sala busca fortalecer el diálogo entre distintas obras que alberga el museo “concebidas desde la creatividad de artistas y artesanos”.
El recorrido en realidad es bastante corto, si uno como visitante decide que sea así, pero si de lo contrario se está dispuesto a jugar una partida como las de Conecta 4, pero con 176 piezas y con el museo como contrincante, lo mejor es que nadie te esté esperando en casa.
En ocasiones el juego se puede volver exasperante, en un punto el museo me llevaba la delantera y yo no entendía la razones por las que la Naranja, obra de Botero, tuviera algo que ver con un abanico de plumas, un libro con portada sobre el paro nacional y un recetario de cocina sobre naranjas (el único que sí terminé entendiendo por la obviedad de su conexión). Pero eso es lo divertido. El reto de enlazar piezas que a primera vista no tienen nada en común.
En mi recorrido juzgué hasta más no poder, pues muchos de los vínculos ya propuestos me dificultaron buscar nuevas relaciones, pero independientemente de eso, disfruté cada segundo de lo que terminó siendo una exposición multidisciplinar que mezcló colores, variedad artística, e interpretación individual y colectiva. La exposición más que una sala para repensarse diferentes diálogos entre las piezas, es un deleite visual, material y técnico, convirtiéndola para el Museo Nacional de Colombia en una ráfaga de aire fresco que vale la pena visitar.
Hay que dejar en claro que en septiembre de este año se definirá los últimos cambios de la sala, y se determinarán los artistas finales que conformarán el espacio. Es por eso por lo que ahora espero con ansias mi tercera visita al museo, quien quita que una que otra obra vuelva a salir a la luz y vuelva a comenzar el juego.
Paula Narváez, voluntaria de 070 y estudiante de Narrativas Digitales en la Universidad de los Andes.