Lo vi morir mil veces
¿Qué impacto psicológico le genera a una redacción cubrir el asesinato de un periodista? Les contamos en el Niusléter #135. También datos sobre la panela y una reseña de la Biblia del rock bogotano.
Vi morir mil veces a Abelardo Liz. Durante un año y medio reviví una y otra vez el momento en que una bala atravesó su cuerpo. Vi su cara de miedo y la angustia de sus últimas palabras. Repetí los videos del enfrentamiento entre soldados e indígenas, las amenazas, los empujones, la tensión en sus caras. Y escuché sin parar la balacera. El ruido de las balas que acabaron con su vida.
Abelardo Liz tenía 34 años y era periodista de la emisora Nación Nasa Estéreo. Fue asesinado el 13 de agosto de 2020 mientras cubría un desalojo en una finca en el norte del Cauca. Lo que pasó antes y después de su muerte quedó registrado en cientos de videos grabados por la comunidad y por su propia cámara. Tres años después el caso no ha tenido avances en la Fiscalía, que cuenta con la mayoría de ese material. Por eso, Cerosetenta y Bellingcat decidimos revisar el material, tratar de darle un orden y hacer pública la evidencia. Porque es una historia que muestra lo que significa hacer periodismo en Colombia. Hace dos días, nuevamente, un periodista fue asesinado en Sucre: Mardonio Mejia.
Pero mientras trabajabamos en esta investigación no me di cuenta del impacto que la historia estaba teniendo en mí. No fui consciente de cómo estaba cambiando mi ánimo y la forma de relacionarme con las personas a mi alrededor. Tampoco vi el peso de este trabajo en mi familia, ni en mi equipo. Las últimas tres semanas antes de publicar, después de jornadas extenuantes ante la pantalla, sentí que odiaba mi trabajo y me pregunté si estaba normalizando prácticas laborales poco saludables y dañinas.
Sería injusto decir que solo los periodistas nos quemamos en el trabajo (lo que se conoce como burnout en inglés). La necesidad permanente de ser productivos, de tener una lista interminable de pendientes, de trabajar 14 o 15 horas seguidas y el impulso a ser competitivos terminan fomentando formas tóxicas de relacionarnos con lo que hacemos. Según un estudio de Asana, en un grupo de 10 mil trabajadores, el 70 % dijo haberse sentido quemado en 2021. El 40 % dijo además que quemarse era parte inevitable del éxito. ¿Estamos dispuestos a normalizar que el trabajo nos haga daño?
Nos quemamos cuando el cuerpo se expone por periodos de tiempo largos a situaciones estresantes. El organismo tiende a protegerse, y cuando el cerebro siente una amenaza activa una respuesta de lucha o huida, liberando hormonas como adrenalina y cortisol. Estas hormonas preparan al cuerpo para una acción inmediata, pero su activación prolongada puede desencadenar ansiedad, depresión o problemas digestivos, entre muchas cosas. Y si al estrés permanente le sumamos la exposición constante a material sensible o situaciones negativas la cosa puede salir peor.
El día que terminé el video me atacó una necesidad incontenible de llorar. Sumado al trasnocho y al malestar que produce sentir que nos pudimos organizar mejor, me prometí buscar nuevas formas de relacionarme con el trabajo: más amables, más empáticas. Sobre todo en ese momento previo a publicar, cuando todo lo que puede salir mal te respira en la nuca, tenemos que encontrar herramientas para mantener la calma y buscar estrategías de autocuidado.
De ninguna manera creo que mi desazón y el impacto que esta historia tuvo en mí sea comparable a lo vivido por sus protagonistas. Pero estoy tratando de que ese no sea un argumento para restarle importancia a los retos emocionales que trae el periodismo. Contar estas historias es muy difícil y aunque no quiero dejar de hacerlas sé que, como dijo el nuevo editor en este espacio, necesitamos ejercicios imaginativos para cuidarnos mientras las hacemos.
Diego Forero, periodista de 070.
El pasado 10 de enero la Superintendencia de Industria y Comercio negó una solicitud para patentar el método con el que se elabora “un producto natural basado en jugo de caña de azúcar” que, extrañamente, sonaba muy similar al que decenas de comunidades campesinas del país emplean en trapiches artesanales y de propiedad colectiva para elaborar la panela. La solicitud, a nombre del ingeniero Jorge Enrique González Ulloa, accionista del ingenio azucarero Riopaila Castilla y nieto de su fundador, fue presentada en 2020, pero no fue la única. A esa se sumó otra de la empresa Sweet Melao, registrada en Estados Unidos, para patentar la producción de melao, un caramelo a base de panela. Este 24 de enero se conoció que la empresa desistió y por ahora el gremio panelero celebra que no se monopolice un oficio sustentado en el conocimiento tradicional.
Por lo pronto, algunos datos sobre la panela, ese símbolo nacional.
1. La panela —un endulzante natural producto de la extracción del jugo de caña de azúcar, que es convertido en melaza y luego solidificado— lleva produciéndose en territorio colombiano unos 500 años, desde la época de la Conquista.
2. Colombia es el segundo mayor productor de panela en el mundo, solo superado por la India, con 1,2 millones de toneladas al año. De esas, el 99% se destina al mercado interno y el 1 % se exporta.
3. Con un consumo aproximado de 20 kilogramos por persona al año, en ningún otro país se consume tanta como acá. ¿En qué? En postres, mermeladas, endulzantes y, sobre todo, en aguapanela con limón.
4. Un cuadrado de panela de 400 gramos cuesta alrededor de 2.000 pesos.
5. La panela se produce en 565 municipios de 29 departamentos. Los dos grandes destinos de exportación son Estados Unidos y España.
6. Se estima que 350.000 familias viven del oficio de la panela y que este genera 280.000 empleos directos y una ocupación del 12% entre la población rural económicamente activa.
7. En Colombia hay 276 organizaciones paneleras y Fedepanela (Federación Nacional de Productores de Panela) cuenta con 164 comités municipales.
Lina Vargas Fonseca, periodista de 070.
Desde noviembre comenzó a circular Una idea descabellada. Instantáneas del rock en Bogotá (1957-1975), el último gran trabajo de arqueología musical enfocado en los discjockeys, artistas, gestores culturales y sellos discográficos que moldearon la génesis del rock colombiano desde la capital del país. Una obra de los periodistas Luis Daniel Vega y Umberto Pérez, dos de los investigadores que más han hecho por desempolvar la discografía muchas veces perdida o simplemente olvidada de esta era de la música en Bogotá. Pérez es el autor de Bogotá: epicentro del rock colombiano entre 1957 y 1975 (2008), un trabajo de culto que es conocido como “la biblia roja del rock colombiano” y que fue la base para esta nueva investigación de más de 300 páginas en la que se habla de una juventud que se rebeló a las rígidas estructuras sociales de su época por medio del rock. Gracias a Vega, que además de investigador es un gran coleccionista de vinilos, pudimos conocer muchas de las portadas de esa época que fueron digitalizadas desde su colección personal. A diferencia de otras investigaciones sobre este tema, los autores se esforzaron en romper el mito de que el nacimiento del rock en Colombia fue una cosa solo de hombres, rescatando el legado de artistas claves de esta era como Tania Moreno, Szavesta, Ana de Ana & Jaime y referentes populares de la “nueva ola” como Vicky de Colombia y Margie. Se trata de un trabajo de entrevistas y archivo que recoge prácticamente todo lo que se ha investigado sobre el rock en Bogotá, cuando la capital se inundó de coca-colos que bailaron con los nuevos ritmos para luego convertirse en hippies que escaparon de la ciudad en busca de su utopía de amor y paz.
Podríamos decir, sin temor a ruborizarnos, que se trata de la Biblia del rock bogotano (al menos tiene el tamaño de una Biblia).
Fue publicado por BiblioRed y se encuentra en este link.
Eduardo Santos Galeano, periodista y editor de audiencias en 070.