Fue el lunes 7 de marzo de 2022. Hacía frío. Goldy, a quien solo había visto en una videollamada breve, me esperaba en la parte baja de la universidad para acompañarme a sacar mi carnet. El trámite se demoró y subimos apuradas por unas escaleras larguísimas hasta un lugar al que yo nunca había ido: la montaña estaba ahí mismo, se veían los rieles del funicular que va a Monserrate. Había árboles y arbustos con pequeñas flores, todo tan verde, y en el medio casitas de paredes blancas que nosotras atravesamos corriendo, casi sin aliento, hasta llegar a otras escaleras, estas sí cortas y de madera crujiente, que nos llevaron a la sala donde ocurría el consejo de redacción de Cerosetenta. El primero al que fui.
Aunque no conocía a la gente sentada alrededor de una mesa con sus libretas y celulares, sentí como si llevara muchos lunes yendo. A lo mejor fue porque venía de trabajar sola y extrañaba todo eso: las y los periodistas proponiendo por turnos sus temas, los demás preguntando, diciendo cosas como: Me parece que falta encontrar una historia potente o Tengo a una buena fuente para eso. Cuestiones que probablemente no interesen a demasiadas personas, pero que para mí son cercanas, como una casa sencilla y limpia donde se está a gusto. La rutina —ir los lunes, salir con un tema, contactar fuentes, leer, preparar preguntas, pedir entrevistas, hacer entrevistas, transcribirlas, pensar, escribir, esperar la devolución de la editora o el editor, corregir, publicar, buscar nuevos temas— esa rutina es noble. Y es vertiginosa porque en el periodismo nada se queda quieto. Durante tres años ha sido así.
Y ahora este texto es para despedirme porque despedirse es algo que también sucede, incluso cuando todo marcha bien. Se me ocurre que las despedidas siempre tienen recuerdos fugaces —que no suelen ser entendidos por quienes no los vivieron— pero acá van algunos: Natalia y yo bailando vogue en medio de la universidad junto a gente que se movía, contrario a nosotras, como espigas iluminadas. Problemas técnicos en una entrevista complicada que hicimos con Tania en una casa antigua de Teusaquillo. El sonido de una aturdidora en plena marcha del 8M. Los cubrimientos del 8M. Aprender sobre historia chilena en tiempo récord para un especial de Womansplaining. La infografía de Nefazta sobre vasectomía. Definir con Santiago los 70 libros recomendados para la Filbo. Un paseo a la montaña. Una foto de todxs sentadas y sentados en un andamio metálico justo después de haber desmontado la exposición, alguien sosteniendo una flor de plástico.
En estos tres años tuve libertad para escribir y por eso estaré agradecida siempre. Y por eso les auguro lo mejor a quienes siguen y a quienes vienen.
Ese primer día, después del consejo, vi a Manuela sentada en los peldaños del vagón donde funciona la redacción de Cerosetenta. Me dijo: Bienvenida. Yo ya tenía un tema asignado: una nota sobre la entonces recién elegida vicepresidenta Francia Márquez, y mientras hacía el camino de regreso, bajando la montaña, sentí euforia y liviandad a la vez, y pensé: esto va a funcionar.
Lina Vargas Fonseca.
Porque este es el último Niusléter del año, voy a hacer una confesión: ayer cumplí 11 meses sin fumar y desde que decidí convencerme de que esa es la razón por la que este año no escribí casi nunca en este espacio. Dejé de fumar y dejé de escribir Niusléters. Al principio tenía mucho sentido. Escribir era una tarea intrínsecamente vinculada al delicioso placer de fumar. Si me quedaba sin una palabra o una idea, salía, me echaba un puchito y la palabra aparecía (en realidad casi siempre después de cinco o más, pero en ese momento nadie estaba llevando la cuenta). Había noches que me terminaba el paquete entero y tenía que salir a comprar más. A veces la palabra no aparecía nunca pero el cigarrillo era un consuelo. Desde que dejé de fumar, sin embargo, perdí la paciencia, me quedé sin excusas y simplemente no encontré más las palabras.
Hoy me siento otra vez a llenar este espacio porque es el último del año, ya lo dije, y porque hubo algo que quise escribir antes y no pude (aunque lo intenté, lo juro). Es sobre Abelardo Liz.
Hay algo muy poderoso en que esa historia haya tenido el reconocimiento que tuvo en premios y en eventos como el Belligfest, del que les contamos en este espacio hace poco. Es una historia que mezcla, para mí, lo mejor del periodismo que nos gusta hacer en 070: la reportería en terreno, el análisis de imágenes de fuentes abiertas, la colaboración. Es un trabajo que descresta por lo innovador: por las técnicas que usa, por lo que descubre, por la forma en la que está contada. Pero para mí es mucho más que eso: es un trabajo que quiso traer a la mesa, al debate, a la opinión pública, un periodismo más importante: el periodismo local. El cotidiano, el común, el que no pretende descubrir escándalos sino registrar el día a día. Ser memoria. Quizá no recibe premios, ni reconocimientos, ni siquiera menciones en un breve de un periódico nacional, pero es fundamental porque cumple la función básica del periodismo: informar.
Desde que Abelardo Liz fue asesinado el 13 de agosto del 2020 en un predio de Incauca, el Tejido de comunicaciones del cabildo indígena de Corinto del que él hacía parte dejó de funcionar como antes. El tejido tenía emisora, Nación Nasa Estéreo, y también era una escuela. Fue ahí donde Abelardo Liz se formó como camarógrafo, lo que le permitió ser una parte activa de la programación de la emisora. Fue todo ese trabajo el que se rompió después de su asesinato y que muy lentamente ha ido recuperándose, para poner la emisora al aire aunque sea de manera intermitente. Pero la huella más prolongada y silenciosa que queda es el miedo instalado, la constatación del riesgo en un colectivo. Eso es lo que cuesta décadas reconstruir.
Ojalá todo esto sirva para algo, nos hemos dicho varias veces. Y que ese algo sea recordar y defender ese periodismo que es el que impide que reine el silencio.
Natalia Arenas, directora de 070.