El lugar de la escucha
¿Cómo las historias de un país, de una guerra y de los afrontamientos que la gente le ha hecho a esas violencias atraviesan los cuerpos de quienes escuchan? Invitación a una nueva expo.
Una mujer sueña con una persona que no conoce pero a la que ha escuchado todos los días durante dos semanas. No la conoce –y no se conocerán– pero la mujer escucha el testimonio con detalle y con paciencia. Este testimonio le hace preguntarse por su propia vida, por su familia, por su infancia y su madre. El testimonio la desgarra y cuando sale de él –cuando deja de escucharlo para ponerse a escuchar el siguiente– es otra.
La mujer es una de las 120 transcriptoras que tuvo la Comisión de la Verdad durante sus cinco años de funcionamiento. El trabajo de los transcriptores consistía en recibir una entrevista –de una víctima, de un victimario– y transformar el audio en texto para que luego los investigadores pudieran usar ese material en sus análisis y sus informes.
“La Comisión escuchó a 28.580 personas en 14.971 entrevistas. De esas, 14.449 fueron transcritas. El informe final, publicado en 2022, citó 2.233. El resto, 12.558 testimonios, no fueron ni citados ni publicados”. Así arranca El lugar de la escucha, la recién inaugurada exposición de David Augusto De Salvador, en la sala Luis Caballero de la Universidad de los Andes.
David llegó a 070 como voluntario después de pasarse por nuestra exposición Ritmos de la intuición el año pasado. Decidió que iba a proponer para su tesis de maestría en periodismo algo similar. Siempre que le preguntábamos en qué andaba decía: “estoy con la tesis, la tesis me tiene llevado”. Durante el último año se dedicó a hacer entrevistas y a organizar en su cabeza el montaje de lo que ahora es El lugar de la escucha.
En ella, el visitante recorre durante 40 minutos la sala poniéndose y quitándose audífonos donde escucha el testimonio de los transcriptores que durante años tuvieron en sus oídos y en sus dedos –y en sus tripas–las historias de guerra y de resistencia en este país.
Una de las transcriptoras cuenta cómo el trabajo con este archivo de la historia política del país se iba entrelazando con su historia personal: escuchaba un testimonio en el que una madre decía que le habían desaparecido a su hijo en 1995 y la transcriptora no podía no asociar esa fecha con el año en el que nació su hermana. O asociar su propia fecha de nacimiento con la de alguna masacre que tenía que transcribir en boca de algún sobreviviente.
Más adelante dice que, a pesar de sólo contar con el sentido de la escucha, lograba armarse el paisaje del lugar donde la víctima hablaba. Imaginaba el calor –a punta de sonido– o el tipo de poblado en el que estaba el entrevistado, sólo escuchando las motos y los gallos de fondo.
En otro momento, la transcriptora cuenta cómo le impactó escuchar a una víctima decir que era haciendo oficio y escuchando vallenato que podía atravesar la pena de haber perdido a un ser querido. Desde entonces la transcriptora vio en la limpieza del hogar una práctica contemplativa y casi espiritual.
Estas historias que los transcriptores escuchaban –120 en promedio– iban abriendo espacio en la vida de estas personas. Empezaron a vivir con miedo –y no se ha hablado suficiente de los problemas de salud mental que ha producido la “institucionalidad de la paz” y que esa institucionalidad ha sido incapaz de atender– o empezaron a preguntarse por su historia familiar en relación al conflicto armado.
Hacia la mitad del recorrido hay un texto en el que David escribe “alguna vez nos referimos a estas charlas como una forma privada de diálogos de paz”. Y me parece que es un punto de fuga por el que uno se puede ir: pensar la escucha como un territorio donde la irreconciliable brecha que nos separa entre humanos puede ser menos hostil.
¿Cómo las historias de un país, de una guerra y de los afrontamientos que la gente le ha hecho a esas violencias atraviesan los cuerpos de quienes escuchan? ¿Cómo el acto de escuchar transforma un cuerpo?
Hay una disposición corporal cuando se escucha. La exposición hace de eso un gesto que el visitante debe hacer en ciertos momentos: agacharse, voltear la oreja, taparse la otra, en suma: incomodarse.
Y en un tiempo donde el aturdimiento por estímulos lleva la delantera, hay que valorar trabajos como estos que instalan preguntas e intentan producir marcos de sentido útiles para movernos en un país –lo sabemos– donde todos queremos que se nos escuche.
La expo está en la sala Luis Caballero de la Facultad de Artes y Humanidades en la Universidad de los Andes y va hasta el 30 de noviembre. La entrada es libre.
Santiago A. de Narváez, editor de 070.