El 8M no puede ser un día de miedo
En la edición de hoy: un reclamo, un anuncio y un recomendado.
Una chica le escribe a otra: “Te vi pasar hace un rato. ¿Sigues por aquí? Estoy sola y me asusté”.
El mensaje llega a las 7:16 de la noche del 8 de marzo de 2024. Ambas están en la Plaza de Bolívar, en Bogotá, donde culminó la movilización del 8M, Día Internacional de las Mujeres Trabajadoras, y les cuesta encontrarse porque, por algún motivo, la plaza está oscura. Incluso es difícil caminar sin tropezarse. Las manifestantes no paran de llegar. Sus caras son sombras y también son sombras los agentes del Esmad (ahora Unidad de Diálogo y Mantenimiento del Orden, UNDMO), ubicados en el Palacio de Justicia, al costado norte de la plaza. Basta fijarse para advertir que hay otro grupo del Esmad en la carrera octava, y otro en la calle 11, a lo largo del muro de la Catedral Primada, y otro en la carrera séptima. Hace unos minutos se escucharon detonaciones de gases lacrimógenos y armas aturdidoras. Luego, gritos, gente correr. La plaza, además, está vallada.
“No corran”, grita alguien. “No den la espalda”. Pero tampoco hay lugar a donde ir. Lo que hay es miedo.
El miedo: una sensación cotidiana para las mujeres. Una forma de violencia que nos condiciona a vivir bajo amenaza, a saber que quizás no ha pasado nada, pero existe una gran posibilidad de que algo pase. Una estrategia de control que nos alecciona, por ejemplo, para no salir “solas”, no expresarnos, no habitar el espacio público.
Lo sospechábamos. Ya desde el comienzo de la tarde, rumbo al Ministerio del Trabajo, donde empezó la marcha, vimos al Esmad en las puertas de la Personería de Bogotá, del teatro Jorge Eliécer Gaitán y del hotel Tequendama. Vimos a un grupo minúsculo de manifestantes bajar por la calle 19 seguido de un escuadrón de matrimonios, la dupla motorizada de un policía y un integrante del Esmad. Vimos más matrimonios avanzar por un costado de la carrera décima, en el apogeo de la marcha, mientras mujeres de todas las edades gritaban consignas premonitorias como: “Les importa más una pared pintada que mi vida”. Los vimos disparar gases allí. Los vimos aposentados al anochecer en las escaleras del edificio Murillo Toro y subir y bajar buscando quién sabe qué por la avenida Jiménez. Vimos su actitud. Porque el viernes 8 de marzo los agentes de la fuerza pública que circularon por el centro de Bogotá tenían la actitud del que grita más alto, del que golpea más fuerte, del que causa miedo.
Pero en los últimos días no se ha hablado de eso, del miedo. No lo mencionaron el alcalde Galán ni las estaciones de radio que llaman a las mujeres que exigen una vida más digna “encapuchadas” y las acusan de “vandalismo”.
El lunes 11 de marzo, la articulación feminista Somos un rostro colectivo publicó un comunicado en el que hace un recuento de “los distintos incumplimientos, fallos y violencias ejercidas por parte de las entidades del gobierno distrital de la Alcaldía de Carlos Fernando Galán y la UNDMO”. La cronología empieza el 4 de marzo. Allí se lee que las autoridades aseguraron que habría garantías para la protesta; que, sin embargo, desde el mediodía del 8 de marzo hubo acciones hostigantes y provocadoras por parte de la fuerza pública; que, en cambio, la marcha no contó con apoyo de movilidad; que en la estación San Diego de Transmilenio agentes de policía señalaron con sus armas teaser a defensoras de derechos humanos y cometieron actos de acoso sexual; que durante la movilización no hubo suficiente presencia de gestores de diálogo; que la distancia entre manifestantes y Esmad en la calle 11, junto a la Plaza de Bolívar, fue casi nula; que no había iluminación y las rutas de evacuación estaban cerradas.
Y se lee esto: al entrar a la plaza, una defensora de derechos humanos fue empujada por un agente del Esmad. Una compañera suya se interpuso. Sin mediar diálogo, el agente lanzó una aturdidora a menos de un metro de distancia de las dos mujeres, lo que ocasionó que el pantalón de una se quemara y las esquirlas hirieran la pierna de la otra.
El comunicado de Somos un rostro colectivo agrega que hubo dos detonaciones más, que una mujer sufrió una convulsión y otras ataques de pánico y ansiedad.
Esa noche, la concejala de la UP, Heidy Sánchez, hizo algunas preguntas al alcalde Galán a través de su cuenta de X: “¿De quién fue la orden de dejar la plaza sin suficiente luz? ¿Quién ordenó que la única ruta de evacuación fuera la carrera séptima al norte? ¿Por qué había tan pocos gestores de diálogo? Esta última la respondo: porque, como en todas las entidades del distrito, la contratación aún no está completa”. Entonces no lo sabíamos, pero el mismo lunes 11, la Alcaldía de Medellín, en cabeza de Federico Gutiérrez, publicó, como si se tratara de una película del salvaje oeste, un cartel de “Se busca” con fotos de manifestantes de la marcha en esa ciudad. “Una violación al buen nombre, a la presunción de inocencia, a la libertad de expresión, a la honra y a la imagen”, declaró la ONG Temblores.
Cuesta aceptar que el accionar de la fuerza pública en Bogotá fuera una reacción del momento o una respuesta proporcionada. O que unas paredes pintadas ameriten la represión. O que las manifestantes pusieran en peligro la integridad de la policía. O que solo haya una única y correcta forma de protestar: sin ruido, sin parar el tráfico y sin la presencia de niñas y niños, como sugirió la Secretaría de Seguridad. Como si ellxs no fueran personas con derecho a ser escuchadas, a expresarse y a reunirse. Además, ¿con quién van a dejar las mujeres que salen a marchar a sus hijxs? Pedirles que no lxs lleven es condenarlas a no salir.
Luego de lo ocurrido el 8 de marzo, hacia las 8 de la noche, la chica que escribió el mensaje se suma a otras compañeras y todas emprenden el regreso por la carrera séptima. Ven al Esmad, más matrimonios en moto. Un rato después se despiden con la frase de siempre: Cuando estés en tu casa escríbeme para saber que llegaste bien. Allá, en la plaza, otras mujeres se quedan, cantan, gritan, insisten en que hay violencia patriarcal, racismo, transfobia, en que el trabajo es precarizado, en que en 2023 se contabilizaron 525 feminicidios en Colombia.
No puede ser que la respuesta del distrito por manifestarse en contra de eso sea provocar el miedo.
Redacción de 070
Después de hacerle cacería durante algunas semanas, este miércoles por fin pude ponerme frente a frente con Luis Carlos Reyes, el director de la DIAN que se ha convertido de manera orgánica en una estrella de TikTok. Disculparán la metáfora de la “cacería”, sobre todo cuando al otro lado se encuentra un funcionario público –uno en un puesto que históricamente no ha sido mucho más que el de otro tipo de corbata en el inconsciente colectivo–, pero entre ostentar uno de los cargos claves para las finanzas del Estado y pelearle en números de audiencia a influencers establecidos, Reyes es un tipo difícil de conseguir. En escasos 30 minutos de su apretadísima agenda y desde su oficina con vista a la Casa de Nariño, nos confesó lo retador y frustrante que ha sido la pelea para que los comercios expidan la factura electrónica, nos habló de lo que ha hecho para que el infame sistema Muisca deje de ser un bodrio para los usuarios y se rió cuando le preguntamos si prefería a Rubigol o a Daniel Samper Ospina.
Fotomedias de la entrevista.
Si todo sale según lo planeado, la entrevista estará este domingo en el canal de YouTube de Cerosetenta. Pilas por ahí.
Eduardo Santos Galeano, editor de audiencias y periodista de 070
Hace un mes se lanzó oficialmente Que todo el mundo se mueva, el videoclip del último sencillo de las Motilonas Rap, hip hop hecho desde Tibú, Norte de Santander. La agrupación, creada por las primas Dennise Cáceres y Sol Ortega, se inspiró en las comunidades originarias de los Motilones Barí, quienes aún están en el territorio defendiendo a la naturaleza, y busca hacer música desde una de las regiones más afectadas por la violencia en Colombia. En su nueva producción trabajaron junto con la Fundación Vuya y la Manada Rap durante el voluntariado creativo #Muévete Quibdó, una activación artística, pedagógica y social en donde el hip hop y el rap se convierten en agentes de transformación social para niños y jóvenes de la capital chocoana. En esta producción, las Motilonas unieron los afrobeats chocoanos con el ritmo que marca la lírica en su rap, con el objetivo de crear un track alegre que fusiona sus historias con las de quienes trabajaron en el voluntariado. Es entonces un sencillo que invita a pasarla bien mientras se hace arte y música y demuestra que, incluso en los territorios que ha marcado la violencia, existen otros caminos para que todo el mundo se mueva.
Escúchenlo y véanlo por aquí:
Bárbara Fonseca, practicante de 070.
Que crónica más interesante, pienso que esto debería tener mucha más atención por parte de todos ya que esto ocurra y sobre todo en estas épocas debería ser muy recriminable y que se pueda llevar más lejos en donde se pueda establecer mecanismos de protección y no estigmatización de las movilizaciones sociales.